jueves, 9 de mayo de 2013

Monólogo: La marca del nombre

...en casa de María de Magdala,
las malas compañías son las mejores

Hay una cosa que me ha rondado últimamente la cabeza... ¿Será que mi nombre ha podido influenciarme en la persona que soy hoy? Crátilo le dice a Sócrates en el Diálogo: "el que conoce los nombres, conoce también las cosas", es decir, que las características de alguien -y de las cosas- podrían ir contenidas en el nombre.

Mi nombre es Magdalena. 

Todavía recuerdo mi primera clase de religión (por obligación en un colegio público - dios bendiga España), cuando la profesora me pidió que me pusiera en pie y dijera mi nombre: 

- Tú, la nueva. Ponte en pie. ¿Cuál es tu nombre?
- Magdalena. - respondí.
- ¡Anda! ¡Como la puta de la biblia!

Carcajas de toda la clase. Yo roja como un tomate. Y en ese instante yo, Magdalena, de familia atea y nunca habiendo pisado una Iglesia en toda mi vida, me enteré con 15 años que tenía nombre de puta. De puta de biblia, para ser más exactas. 

Luego fue pasando el tiempo y me leí otra biblia: el Código Da Vinci. Dan Brown decía que no, que no era puta, que era la novia y fiel esposa de Jesús: he de confesar que me gustaba más ser la amiguita que la esposa, que eso de cargar con culpas, responsabilidades y un hombre no es mi rollo, no me va.

Con el tiempo me convertí en ganas de desayunar rellena de chocolate, en bromas sobre bollos y sucedáneos, en rimas tontas con lunas llenas y hasta en una versión cutre de "La Macarena". Pero, a pesar de estas variopintas interpretaciones de mi nombre, la sombra de la puta la he arrastrado todos estos años.

Una vez me dio por buscar canciones que contuvieran mi nombre y ¡vaya casualidad! en todas me describían como una puta o una hija de puta: la que se iba con el mejor amigo, la que lo dejaba y abandonaba a su suerte, la que le hacía sufrir y querer arrancarse el corazón de cuajo, la que le hacía llorar como... ¡Uy! ¡Casi se me olvida! ¡El llanto! "Llorar como una Magdalena": a eso también me querían condenar, a llorar y a hacer llorar como una Magdalena. 

En resumen, mi madre me puso Magdalena porque le gustaba el nombre y nada más, pero en mi entorno fui encontrando personas que me lanzaban sus miradas y sus palabras penetrantes: ¡puta! ¡hija de puta! ¡llorona! ¡más que llorona!

Al final hoy le he encontrado utilidad a aquella vieja ocurrencia de mi adorada profesora de religión: cuando estoy en un bar, por ejemplo,

- Hola, ¿cómo te llamas?
- Magdalena
- ¿¿Cómo??
- ¡Magdalena!...  ¡como la puta de la biblia!

La realidad -yo creo- es que una a veces asume como propias algunas cosas de las que le espeta la sociedad. Y otras, sencillamente, no. 

Y a mi -para ser sinceras- ¡No me gusta nada llorar!

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