martes, 12 de diciembre de 2017

La nieta de la nieta.

"Esta noche ni tú ni yo estaremos solas,
te lo prometo, me lo prometes, estaremos juntas."
Cristina Peri Rossi


Los gritos de mi abuela me hacen saltar de la silla. No puede moverse prácticamente (está postrada en una cama) y me pide ayuda para ir al baño. Lleva diez días en el hospital. Bueno, llevamos diez días en el hospital. Cuando me avisó mi tía que la internaban en cuidados intensivos por una neumonía, una infección generalizada en todo el cuerpo que la tenía al borde de la muerte, decidí (llena de angustia y pánico de no llegar a tiempo) tomarme ipso facto el avión desde las Islas Canarias (donde vivo desde hace quince años) hasta Uruguay (donde viví hasta mis quince años), y acá estoy esta noche, de guardia al lado de su cama, mientras lucha aún contra una bacteria para seguir viva.

Cuando me pide que la ayude a levantarse para ir al baño le explico que no puedo, que no puede. Me dice que le importa tres pepinos, que va a ir al baño igual con o sin mi ayuda. El cuerpo no le responde y yo, que siempre fui su nena mimada (su “reinita”), debo ejercer de “adulta” (?) y hacerle entender que tiene puesta una sonda y pañales, que debe hacer sus necesidades en la cama, que no puede moverse y no puedo ayudarla a hacerlo. De esta manera me veo obligada a negarle algo a esa mujer que se levantaba a la una de la mañana a cocinar papas fritas a pedido de sus nietas y nunca se quejó lo más mínimo de que le pusiéramos la casa patas pa'rriba cuando íbamos a visitarla. Le niego mi ayuda y, con toda la razón del mundo, se enoja conmigo. Empieza a destaparse con intenciones de moverse, a lanzar patadas al aire, a gritarme. No sé qué hacer y llamo al enfermero de guardia de esta noche, un treintañero con aires de sabelotodo. La intenta convencer de que se quede quieta, la trata como a una niña pequeña, la trata de loca y me dice que no me preocupe que si sigue así la ata. Ella se pone más nerviosa aún. Mala idea la de llamar al enfermero, resultó ser otro carnicero de la territorialidad corporal de esos que convierten a las viejitas en sacos de huesos carentes de deseos, de voz y voluntad. La racionalización y sistematización de las actividades de cuidados borran del mapa las emociones. Es horrible. Sumergida en el engranaje del sistema, esta gente olvida que trata con un ser humano lleno de sentimientos y sueños, con seres atravesados por complejas historias de vida. En este caso mi abuela, que -entre otras muchas cosas- es una nieta de migrantes con una nieta migrante; resulta que de ello hemos estado hablando estos días.

Le digo al enfermero que se vaya que yo me encargo. El tipo se va y ella se calma. Me dice que el enfermero es un imbécil y le doy la razón. “No dejes que me judeen”, me pide, o me ordena más bien. Le digo que no se preocupe, que no lo voy a permitir, y se duerme. Vuelvo a mi silla.

Mi abuela es una señora con mucho carácter, una mujer fuerte, decidida. Sin embargo, si tuviera que definirla con una única palabra ésta sería “curiosa”. Su curiosidad la ha guiado en la vida. Por curiosidad, y a falta de escuela, aprendió a leer de manera autodidacta y devora todo lo que cae en sus manos, desde revistas de chismes hasta periódicos u obras de Shakespeare. La curiosidad la llevó a aprender a usar ordenador, a googlear, a enviar emails, a hacerse una cuenta de Facebook y a enviarnos whatsapps. Fue la curiosidad también la que le llevó a conocer su propia historia: de lxs siete hermanxs que conforman su familia ella fue la única que preguntó a su madre por sus orígenes. Así se enteró de que sus abuelxs eran migrantes canarixs. Su abuela Juana viajó en barco a Uruguay desde la isla canaria de La Gomera y su abuelo Ismael desde el sur de Tenerife. Se conocieron en Montevideo y allí se casaron. Mi abuela guarda en su memoria -legado de estos orígenes isleños- varias palabras de jerga canaria, el recuerdo de comer papas arrugadas y la estampa de su abuela Juana sentada en una silla pelando verdura tranquilita, “con una paz asombrosa”- relata. No me extraña dicha imagen, pues cualquiera que conozca las llamadas “Islas Afortunadas” sabe de sobra que la tranquilidad es la pieza fundamental de la idiosincrasia nacional canaria. De los dieciséis hijos e hijas que tuvo doña Juana sobrevivieron once. Una de ellas fue Inocencia (bautizada así por nacer un 28 de diciembre), de la cual nació mi abuela Fanny (bautizada así por Inocencia, que tomó el nombre de la protagonista de una novela cuyo nombre y autoría desconozco, ¿quizás Mansfield Park de Jane Austen? ¡Me quedaré por siempre con la duda!). De la bisabuela “Ino” -así la llamábamos- tengo vagos recuerdos porque murió siendo yo muy pequeña. Si cierro los ojos vislumbro a una viejita adorable y dulce, de cabellos totalmente canos, que usaba un delantal a cuadros de color naranja y blanco con un gran bolsillo en el que guardaba caramelos. Recuerdo también que a mí y a mi hermana nos llamaba “chuditas” de forma cariñosa, una palabra que en español viene a significar algo así como “coñitos”. Mi abuela, por otro lado, teje el perfil de mi bisabuela Inocencia con tres gustos heredados por ella y a través de ella por mí: la música, el teatro y el fútbol. Hizo que todxs sus hijxs fueran -siempre que pudiera pagarlo- al teatro y al estadio. Al estadio a ver a Nacional, debo dejar constancia. Justamente por el resultado del último partido de Nacional fue que mi abuela preguntó nada más despertar en el hospital, hace dos días, cuando aún estaba en cuidados intensivos: “¿Cómo salió Nacional?”, dijo con apenas un hilo de voz. Luego le siguieron otras cuestiones más normativas para una abuela como los motivos de mi viaje, mi actual situación sentimental, sus ganas de bisnietxs y su deseo de tomarse un vasito de vino. Había cumplido los setenta y nueve años estando inconsciente y quería festejarlos aunque fuera con retraso... “¡Vieja bandida!” le dije cuando pidió vino al médico, y me lanzó una mueca de risa que para su estado fue una carcajada.

Sus ganas de fútbol, de conversación y de vino nos dieron esperanza, ¡pero qué poco nos duró! Aunque salió de los cuidados intensivos sigue muy mal. Por momentos vemos la luz, por momentos vuelve la oscuridad. Estas idas y venidas son complicadas para ella y para quienes estamos a su lado (mi tía, mi prima y yo). Y también para quienes lo viven a distancia, como mi padre (su hijo) o mi hermana (su tercera nieta), quienes siguen las novedades por whatsapp (imagino que) con el corazón en la boca, con los nervios como una cuerda tensada. Estar lejos no es nada fácil y menos en estas circunstancias.

Duerme y respira muy profundo aunque no llega a roncar. Me gusta que respire profundo, así la oigo. A veces me da miedo cuando duerme, miedo de que no despierte. Está tan delgada que en ocasiones, en la penumbra de esta sala de hospital, veo a un cadáver y no a mi abuela. Cuando abre los ojos me sacude el alma. Esos ojos castaños y profundos que ayer me miraron fijamente mientras de su boca salían las palabras “Magda, volvé a casa cuando quieras, con chico o con chica me da igual, te quiero, no permitas que te miren torcido por ser quien sos”. Y pensar que tuve miedo de salir del armario con ella, ¡qué estúpida fui! No quiero olvidar nunca esos ojos.

No sé cómo verá ella mis ojos, pero mis labios no cesan de decirle “te quiero”. ¡Nos debemos tantos te quieros! ¡Tantos abrazos! ¡Nos debemos tanto! Sé que nuestra partida la partió en mil pedazos. Nos fuimos a Tenerife (casualidades de ascendencia familiar aparte) en el 2001 cuando empezaba la crisis en Uruguay y mis viejxs se vieron venir lo que luego pasó en el 2002: hecatombe económica, deudas, caras tristes, paro, negocios cerrados, suicidios. Nadie nace emigrante, nos obligan a serlo, nos cuelgan la etiqueta al cuello. En mi caso mis viejxs y el capitalismo (más el capitalismo que mis viejxs). Lo cierto es que, desesperada por quedarme en Uruguay, pedí a mis padres que me dejaran con mi abuela, que no me obligaran a irme. Pero no me hicieron caso. Yo tenía claro que quería quedarme donde mi madre me parió, donde había aprendido a hablar y a jugar a la rayuela, donde soñaba con llegar a vieja junto a mis amigas del barrio y sentarnos a ver a nuestras nietas jugar juntas; pero nadie entendía los deseos de mi yo-adolescente. El país se iba a la mierda y no me consideraban capaz de elegir tan temprano mi futuro, así que me convirtieron en migrante. Jamás olvidaré aquel fatídico día. Me subía por primera vez en mi vida a un avión y no era para irme de vacaciones, era para ver cómo mi país se hacía cada vez más chiquito en las alturas mientras yo lloraba pensando que nunca más iba a volver a pisar esta tierra. Miraba a través de la pequeña ventana del avión e imaginaba que mis pies se estiraban mágica y elásticamente hasta alcanzar el suelo para quedarme pegada a él para siempre. En verdad, de alguna manera sí que me quedé pegada a él: escuchando su música, leyendo sus periódicos diariamente, oyendo sus emisoras de radio, hablando continuamente con mis amigas del barrio y del liceo... Viví muchos años con el cuerpo en Canarias y la mente en Uruguay. Al igual que mi abuela yo también quedé rota, partida en pedazos. Y ya nada volvería a ser igual, porque lo cierto es que, si el tal Jesús marca un antes y un después en la historia occidental, la emigración marca un antes y un después en mi propia historia. Definitivamente hay una ruptura drástica en el continuum vital de una persona tras abandonar su casa, su barrio, su país, e irse con lo que quepa de su vida en dos maletas... y en el corazón.

Emigrar es cambiar todo de tu vida, desde la posición de la luna menguante hasta la taza del desayuno. Significa pasar mucho tiempo despertándote desorientada, sin saber realmente dónde estás. Es no visibilizar aquella marca que veías todos los días en el techo de tu habitación cuando te ibas a dormir. Es perder de vista el árbol del patio de tu casa que tu propia madre plantó y vos viste crecer esperando que llegara el verano en el que te diera sombra. Es añorar hasta el pestillo que girabas para abrir la puerta que te llevaba a la calle a andar en bicicleta (esa que tus padres vendieron para pagar el pasaje del avión). Es no escuchar más la cumbia de tus vecinas a todo volumen cada mañana. Es no sentir el olor del perfume de tu abuela en su abrazo. Es ser siempre la nueva, la distinta, la de afuera. Es buscar la cruz del sur y no encontrarla. Es pasarte los cumpleaños pegada al teléfono o a la computadora. Es una nueva habilidad por recordar más lo micro que lo macro y obsesionarte con almacenar todos los recuerdos posibles de tu vieja vida, como una muerta a la que no querés olvidar, como a una muerta a la que no querés reconocer como tal.

La que fui en Uruguay deambula como un espectro entre la vida y la muerte. Puede que haya gente en Uruguay que me recuerde, pero ya nadie me espera. Después de tantos años estoy segura de que casi nadie me echa de menos. He perdido casi todo contacto con las gentes de mi pasado. La prueba está en que llegué a Montevideo hace diez días y no tuve prácticamente a quién avisar que había regresado al paisito. En definitiva acá soy la que se fue, una muerta que no murió, un fantasma. Y allá la sudaka, la del acento, la que renueva los papeles en la oficina de Extranjería en el extrarradio, un grano en el culo de Europa. Mi abuela siempre me ha dicho “este siempre va a ser tu país, Magda”, pero yo ya no sé cuál es mi país, dónde está mi país, si se quedó cuando me fui, si se vino conmigo a vivir a Canarias, si vive sólo en mi nostálgica memoria o si hoy está acá, entre ella y yo, padeciendo con nosotras esta fría y húmeda noche de invierno montevideano... Hace mucho frío. Demasiado. No sólo afuera, también adentro. No hay calefacción en el Hospital. La verdad que debo ser honesta: he visto casas okupas en el Estado español en mejores condiciones que este hospital uruguayo. No me apetece buscar culpables ahora, no es el momento. Pero estoy segura que se reparten complejamente entre el maldito Colón de 1492, los gobiernos uruguayos desde la "democracia" burguesa corrupta y cómplice instaurada en 1830 y cada una de las generaciones que no hemos derrocado este sistema capitalista, colonialista e imperialista de mierda. Pero bueh, dije que no voy a buscar culpables esta noche. Hoy mi abuela es el centro, mi centro, mi abuela, que comparte habitación con trece mujeres más, nada más y nada menos. Seremos unas veinticinco personas esta noche aquí, entre internadas y acompañantes. Cada una de las internadas debe traer su propia acompañante porque acá nadie está pendiente de vos si tenés sed o querés ir al baño o te measte encima. Por eso estoy acá esta noche y todas las noches igual que las demás. Hablo en femenino porque todas las acompañantes somos mujeres, ¡qué casualidad! (nótese la ironía). Nosotras siempre cuidando, ¡carajo! ¡Esto no cambia más! ¡Me cago en este sistema patriarcal de mierda!

Mi abuela se mueve en la cama, parece que fuera capaz de oír mi ira interior. Siempre dice que me enojo mucho, que soy demasiado peleona. Está boca arriba y hace fuerza para girar sobre sí misma y así poder dormir de costado. Tras un movimiento lento se ha quedado mirando de frente hacia mí. ¡Qué linda que es mi abu! Cuando logro disipar mi miedo a que su sueño sea muerte soy capaz de ver toda su hermosura en esplendor: su piel morena de terciopelo, sus canitas, los años caminándole por sus arrugas perfectas... Ayer se quedó sin ropa limpia y le presté una camiseta mía. Ahora el lema "Visca la lluita feminista” cubre su pecho y el vientre del que indirectamente provengo. “Feminista”, esa palabra que abrazo y encierra el porqué de no darle bisnietxs; el porqué de no casarme ni cuidar a un hombre (hasta el odio) como hizo ella; el porqué de la mezcla de sentimientos que me inundan esta noche mientras la observo en la penumbra: admiración por su fuerza y resistencia; amor y agradecimiento por todos sus mimos de lejos y de cerca; y un odio rotundo y gigantesco por el machismo de mierda que relegó su curiosidad infinita a la finitud del hogar. “¡Sos tan original, reina de la abuela!”, me diría con tono burlón si me oyera los pensamientos ahora mismo. Me lo dice cuando discrepa conmigo pero no quiere discutir, que es casi siempre. Luego también está su “Aunque seas roja yo te quiero igual”, besito en la frente y tema zanjado para esta señora de derechas convencida y practicante. De derechas, pero mira la Televisión Española a través de la televisión por cable porque dice que de esta manera no sólo se siente más cerca de nosotrxs sino que, además, sueña con verme a mí algún día, a su nieta “la rebelde”, en alguna de las imágenes de manifestaciones que suelen emitirse en los noticieros. “¡Una manifestación! ¡Por ahí debe andar Magdalena!”, cuenta que piensa y me busca entre la muchedumbre. Yo por mi parte evito explicarle que nunca me va a encontrar, que las noticias de la colonia canaria casi no salen en la Televisión Española. No quiero romperle su ilusión.

Qué curioso que me busque. Ni siquiera yo me he encontrado aún. Hoy, por ejemplo, me anduve buscando en la moña azul de una niña del ómnibus número 546 cuando venía de camino al hospital a hacerle el relevo a mi tía, con quien nos turnamos la mayoría de las horas de acompañamiento. Siempre tomo el 546. Seguro que hay muchos otros que me sirven para ir al Hospital desde la casa de mi tía, pero lo desconozco. Me cuesta hacerme a los caminos. Me fui tan joven que nunca terminé de conocer Montevideo y durante mis escasos regresos, cuando ya me voy adaptando un poco a ella y a sus recovecos, me interrumpe siempre el timbre de la partida ¡y avión conmigo! Cada vez que me voy me olvido de todo. Cada vez que vuelvo es un volver a empezar. Esta vez con el 546 hacia el Hospital, con la niña de la moña azul como mapa. Se subió dos paradas después que yo, iba o venía de la escuela. Yo estaba sentada al fondo y ella dos o tres asientos más adelante pero en diagonal a mí, y me quedé mirándola ensimismada. La moña azul junto con la túnica blanca componen el típico uniforme de la escuela pública uruguaya. Yo llevé ese mismo uniforme. Cuando era pequeña odiaba esa moña, mi madre siempre me andaba persiguiendo para planchármela porque decía que no podía andar toda arrugada, que la gente iba a pensar que no tenía madre. Ya de mayor me empezaron a parecer hermosas esas moñas y trasladé mi odio directamente a la plancha y a la obligación de las madres de tener a sus hijas bien planchadas. Abstraída en mis pensamientos, algo se removió en mí, algo intentaba encajarse. Miraba a esa niña en la distancia de mis treinta años y sentía que de alguna manera yo había sido ella, pero lo había olvidado; fui ella en otro tiempo, pero ya no lo era. Magdalenita de túnica blanca y moña azul tomando el ómnibus para ir a la escuela: parte del espectro, trozo de la vida que nunca quiso morir. Pensé por un momento que era simple nostalgia de la edad, pero no, no lo era. No sólo miraba a esa niña con la distancia del tiempo, había otro tipo de distancia entre nosotras, una distancia que está relacionada con esta sensación que me invade últimamente de sentirme turista en mi propio país (¿lo soy?), y de ir observando todo como una simple espectadora, como si ya no perteneciera a él (¿pertenezco?). Miro a esa nena y miro para atrás en mí: me reencuentro con la niña que fui en los brazos de mi abuela, de la mano de mi madre, callejeando Montevideo yo también de moña azul, en mi escuela, en mi barrio... Algo se encaja en mi interior. La miro, me miro, e identifico el abismo. Hay un abismo de años y algo más. Algo que al mirar en el espejo delata que no soy la que fui. Algo que me grita, al mirar la ciudad por la ventana del bus, que mi país es un completo desconocido para mí y yo una completa desconocida para él; que ya no pertenezco a este lugar ni a ningún otro. Yo, la boluda que siempre me creí una pieza de este puzzle celeste, miro a esa nena y asumo que soy una pieza perdida sin puzzle. Porque emigrar te rompe algo adentro, algo que ya no tiene arreglo. Digamos mejor que emigrar te hace añicos el adentro y ya nunca más tenés adentro, quedás condenada a ser siempre un afuera estés donde estés; porque si pertenecés a algo ahora es al grupo del tránsito, al grupo del no-lugar, a los despertenecientes o a las despertenecidas. En Uruguay soy la que se fue. En España soy la que llegó. Me haré una casa en el Atlántico. Habitaré el mar. La parada de bajada en el Hospital me sorprendió, para no variar, huyendo de mi realidad.

Camino al Hospital me compré unos bizcochos. ¡Los extrañé mucho también! Y los alfajores. Y el fainá. Y la polenta. Y ya paro, que la lista de mis nostalgias es muy extensa. Es difícil de explicar, pero se extraña absolutamente TODO cuando te vas. En los emails que escribía a mis amigas del barrio recuerdo decirles que extrañaba hasta el agua podrida (aguas fecales) que recorrían de esquina a esquina la calle donde vivíamos. Se reían de mí. ¿Cómo es posible extrañar hasta eso? Definitivamente los caminos de la identidad son inescrutables. Yo no tomaba mate antes de irme de Uruguay, no escuchaba murga ni folklore uruguayo, y un día jugando al Tutti-Frutti (un juego de preguntas y respuestas) no supe responder a la pregunta “¿Un país con U?”. Hoy ese país con U se me anuda en la garganta cuando me preparo el mate en tardes de saudade y pongo a Zitarrosa a cantar que el candombe del olvido me devuelva lo perdido.


El mate, mi fiel compañero en tardes de saudade y también estas largas noches junto a mi abuela en el Hospital, bebida amarga que me endulza el alma y me hace más llevadero el tic tac. No sé cómo pude despreciarlo tanto tiempo, ahora no sabría vivir sin él. Es pura magia, sin lugar a dudas. Tanta magia que, como es algo que se suele compartir, resulta también un gran promotor del hablar y del hacer comunidad. Alrededor del mate tuve las más lindas conversaciones con mi abuela, y quizás también la más dolorosa. Esta última la recuerdo perfectamente, fue durante uno de los pocos reencuentros que tuvimos en mis quince años de vida migrante y la única vez que ella pudo viajar a Canarias a visitarnos y a conocer la tierra de sus abuelxs. Estábamos mateando por la tarde en el patio de mi casa, poniéndonos al día, hablando sobre la distancia y el tiempo, y de repente se hizo un silencio, y con un tono triste y resignado me preguntó: 

“¿Quién nos va a devolver todos estos años, Magda?” 

Cinco años después de aquellos mates, en esta fría noche uruguaya de hospital, sentada yo al lado de la cama en la que ella lucha contra la muerte, inevitablemente, escucho el eco doloroso y taladrante de su pregunta sin respuesta.   

sábado, 28 de octubre de 2017

Gordo

Iba caminando por mi nuevo barrio, hacia mi nuevo hogar, observando las casas, edificios y tiendas que se convertirán pronto en una rutina visual para mí, y algo me llevó a detenerme y entrar a husmear en la librería, mi nueva vecina de papel. Eché un vistazo general a las estanterías sin un interés claro, y como un imán hacia el metal mis ojos se movieron directamente hacia él: GORDO, de Jesús Ruiz Mantilla. En la portada se puede ver a un niño gordo con cara de picarón comiéndose feliz un helado de fresa y su contraportada anuncia lo esperado: la historia de un gordo. Acto seguido, como buena señora desconfiada que soy, me dispuse a verificar en mi móvil que su autor fuese gordo: no pensaba comprar un libro sobre gordos escrito por un flaco, ¡No way baby! Googleo entonces “Jesús Ruiz Mantilla”: “Escritor y periodista de El País…”, vale… Vamos a “Imágenes”… y ¡tachán! Internet me devuelve un fisco de esperanza en la humanidad: efectivamente, Gordo está escrito por un gordo… ¡Yupi! 

Nunca había oído hablar de él en estos 4 años de activismo gordo ¡y eso que la novela fue publicada en el 2005! Este detalle me trajo nuevas dudas, pero la intriga por leerlo me ganó, así que -decidida a hincarle el diente- me lo compré igual, y lo cierto es que como buena gorda que soy, ¡ME LO HE ZAMPADO! He devorado sus páginas como me devoro un plato de papas fritas.

El Gordo de esta historia se llama Ramón, iba para Monchito pero se quedó en Monchón debido a la cantidad de kilos de existencia que siempre ha llevado a cuestas. Monchón habla constantemente de comida. Su gusto por la misma y su cuerpo gordo (emergido en la indescifrable frontera entre la genética y la construcción sociocultural) entretejen cada rincón de su identidad, su personalidad e historia, siendo la gordura la gran protagonista en su nacimiento (en el que cuenta haber reventado las trompas de falopio de su madre con sus cuatro kilos), hasta en su profesión: nuestro gordo es un reconocido crítico gastronómico que publica sus críticas en un periódico. Como cualquier ser humano, Monchón tiene un amor pendiente, un trabajo con un jefe de mierda, una madre preocupada, una infancia complicada y un amigo cómplice. Como cualquier gordo, Monchón sufre el estigma interior y exterior sobre su cuerpo gordo, un comportamiento inevitable en una sociedad gordofóbica que erige al cuerpo delgado como normativo, deseable y exitoso, condenando al gordo a la exclusión, la baja autoestima y la (auto)destrucción: 

«Siempre me he visto en el límite y el límite ensancha y ensancha sin parar, neutralizando la frontera anterior. Cuando usaba la talla 40 creía que aquello era ya el acabose; hoy, que uso la 62, pienso lo mismo. Entre todos me inculcaron un miedo atroz a explotar: "Vas a explotar, vas a explotar, pero qué bruto eres, ¿otro plato? Vas a estallar". Toda aquella música resuena dentro de mi cabeza como una letanía.»

Gordo es una novela sencilla, una historia sencilla, probablemente incomprensible e insulsa para el lector o lectora fit, pues su gracia y encanto radica en el desgrano de los pensamientos de su personaje principal, en la desnudez de su alma gorda, con la que el lector o lectora gord@ se sentirá identificad@: su relación con la comida, el efecto de los insultos en el autoconcepto y autoestima, la obsesión del mundo con clavar la dieta sobre nuestro cuerpo, el proceso mental estresante en el que nos embarcamos cuando les obedecemos, la relación tóxica con la báscula, la desconfianza en lo que tiene que ver con lo afectivo-sexual, el miedo a pisar una tienda de ropa, la sensación de ser una diana hipervisible en la calle y sin embargo invisible como ser humano, el pánico a subirse a una moto y a ocupar determinados espacios… ¡y la salvación en la música! (esto me recordó a Rae en My Mad Fat Diary encontrando paz en el rock). Para Monchón el último resquicio que nos queda a l@s gord@s es la ópera, la cual ve como refugio, como el único espacio en el que somos respetad@s protagonistas: 

«La ópera es el único fortín que nos queda a los gordos para ser respetados en ciertas artes (…) conserva nuestra autoestima en este mundo ultramoderno y anoréxico (…) que quiere poner cadenas eternas al disfrute y ahogar el espíritu de Epicuro, que no hacía daño a nadie, el pobre, con su creencia ciega en el placer como forma de equilibrio social.»

En resumen, Gordo es una voz gorda entre tanto silencio flaco, una voz bastante sarcástica, por cierto- no podía faltar el humor característico del gordo. No es una historia grandilocuente tampoco: la gente gorda no somos héroes ni heroínas de nada aún. En estas páginas sólo nos encontramos –que no es poco- una historia muy parecida a la de cualquier gord@ y un pequeño tesoro que sólo nosotr@s l@s gord@s podremos apreciar: el sentirnos, por fin, identificad@s con un personaje protagonista, con sus virtudes y sus miserias, sus dolores y alegrías, y sobre todo: con su amor por la comida. 


Para finalizar, una crítica constructiva a Jesús Ruiz Mantilla: el diálogo difamando a la gente vegetariana era innecesario, querido Gordo... ¡Existimos gordivegans y todo!*



*Atención: para l@s veggies que quieran leer este libro ¡cuidado con la sensibilidad! Muchos de los platos que son descritos en esta obra implican sufrimiento animal. Está claro que nadie es perfecto.

lunes, 16 de octubre de 2017

ABUELA

partí en agosto
(no sólo las aves migran)
quedé colgada en tu pared
con la mirada perdida

un mar inmenso 
de agua y de tiempo
traza las heridas 
de una lejanía incomensurable

ojalá pudiera salvarte


con flores de papel
pasteles de membrillo
y mimos de chocolate

ojalá pudiera salvarme


y, abrazándote,
atajar las garras 
de este devenir irrefrenable.

Vos me preguntás:
¿quién nos devolverá estos años?
y yo sólo puedo dejar
que hable el silencio.

Vos me preguntás:
¿quién nos devolverá estos años?

lunes, 2 de octubre de 2017

Funeral

este sentimiento de trapo
de retales       retazos 
desperdigados
          remendados
este caos cuadrillé
                    estampado
lentejuelas
       y leopardo
este sinsentido florido 
                              colorido
                                  desorganizado
con cordones y lazos
moñas azules
             gorros de mago
enmarañado
             alborotado
                        enredado
respirando al galope
                      huyendo del remanso
este sentimiento indisciplinado
    despeinado
agujereado
desbocado
   parcheado

más ancho que alto
  más en pie que sentado
más de cumbia que de tango

este sentimiento de trapo
ya de piso
ya descalzo
                  se cansó.

se cansó. 

planchó las arrugas
se puso zapatos
se engominó el pelo
tiró los harapos
respiró profundo
y en un suspiro resignado, 
se entregó a la oscuridad 
de un gran cajón blanco.

sábado, 23 de septiembre de 2017

N O - S O Y - T U - E N E M I G A

Puedo haber dicho un chiste gordofóbico o un refrán racista sin darme cuenta... puedo haber tarareado una canción machista o bailado una canción capitalista. Puede que aún no sepa lo que es cisgénero, transgénero o intersexual. Puede que ni siquiera me haya sumergido en las profundidades del comunismo, el anarquismo o el feminismo. Puede que no haya leído un sólo libro de Teoría Queer (convengamos que son complicados). Puede que no sepa ni qué significa queer. Puede que aún cometa el gravísimo error de creer que los animales son comida. Puede que me haya centrado más en una militancia que en otras, e ignore mucho (muchísimo) de las otras. Puede que sea más lenta que vos aprendiendo o que la ansiedad no me permita leer tanto como quisiera. Puede que la gran cantidad de horas de mi jornada laboral tampoco me lo permita. Puede que aún ni siquiera sepa la diferencia entre Estado y nación, y no tenga ni idea de los códigos "X" "E" o "*" del lenguaje inclusivo. Puede que crea que el colonialismo es cosa del pasado. ¡Puedo tener tantos fallos!
Pero te lo aseguro: yo no soy tu enemiga.
No me saques el hacha por cada error.
No nací aprendida.
No nací leída.
No soy perfecta.
Sé que me queda mucho por aprender.
Sé que me queda mucho camino.
Pero antes que sola, prefiero hacerlo contigo.


sábado, 15 de abril de 2017

DIETA

La dieta es disciplinamiento de género.
La dieta está basada en el odio a tu cuerpo.
La dieta es autocontrol en nombre de una moralidad que rechaza la gordura por relacionarla con la vagancia y el placer.
La dieta es castigo. 
La dieta es culpa.

La dieta es obediencia.

Por eso:



viernes, 17 de febrero de 2017

La distopía gorda: análisis crítico del anuncio de Edeka.



El mundo que todos temen ha llegado: un mundo de gordos. La OMS advirtió sobre la “epidemia de la obesidad” pero no le hicimos caso y ahora estamos frente a una sociedad donde reina la gordura y a los niños se les corta las alas, robándoles su derecho a soñar: una distopía gorda. Ese es el clima del nuevo anuncio publicitario de Edeka, que se ha convertido en viral estos días, y pone sobre la mesa un nada novedoso mensaje relacionado con la vieja filosofía (al puro estilo american dream) del “siempre se puede cambiar” o el “todo es posible si te lo propones”. Tan arraigado está este pensamiento en nuestra sociedad, que el citado vídeo ha sido compartido con alegría por páginas de lo más variopintas en las redes sociales, y en la publicación correspondiente de Stop Gordofobia, algunas personas gordas han declarado no estar a disgusto con el contenido y no entender nuestra crítica ni nuestro espanto.

¿Por qué este anuncio es gordofóbico?

Cuando hablamos de gordofobia, hablamos de una discriminación de las personas gordas por el simple hecho de serlo. Esta discriminación es estructural en nuestras sociedades, funciona en todos los ámbitos de nuestras vidas, suponiendo una opresión cuyo discurso es reproducido en todas las instituciones sociales: la familia, la política, la cultura, los medios de comunicación, etc. En el caso que nos compete: un anuncio publicitario. 

Toda opresión implica una estereotipación del grupo discriminado y su demarcación como diferente, para luego ser excluido de la “normalidad” desde la inferiorización de tal diferencia (Young, 2000). En el caso de la gordofobia, el estereotipo de la persona gorda está atravesado por tres ejes: salud, moral y estética. Se entiende que la persona gorda es fea, es insalubre y vaga o descontrolada (desobediente con los mandatos de la moral de la delgadez, relacionada con la actividad física y la mesura alimenticia). Estos tres factores son perfectamente visibles en el anuncio de Edeka:


1. Fealdad (Estética)

Como decíamos, está bastante arraigada la idea de que la gordura es de por sí algo antagónico a la belleza, y para asentar esta cuestión los realizadores de este anuncio hacen uso de un canal muy efectivo: la composición de la imagen. El lenguaje audiovisual (lenguaje empleado en los anuncios publicitarios para lanzar mensajes a través de la imagen y el sonido) utiliza una serie de códigos relacionados con la percepción, códigos que la mayoría no sabemos decodificar, pero cuyo mensaje nos llega a pesar de ello: “la práctica totalidad de los elementos que componen una imagen fija o en movimiento, al ser percibidos por el espectador medio (más de un 99% sin lugar a dudas) lo hacen de modo inconsciente, sin ser identificados, dirigiéndose directamente a la corteza cerebral, evitando cualquier tipo de filtro previo y provocando una respuesta no consciente” (Yrache Jiménez, 2007).

Cada elemento que compone una imagen posee un mensaje: desde la posición de la cámara hasta el ritmo de la canción escogida o el color de fondo. En publicidad todo está planificado, determinado de antemano; sus elementos son escogidos conscientemente por un creativo publicitario con un fin en concreto. 

¿Qué tipo de elementos componen la imagen del anuncio publicitario de Edeka? 
La gordura está caricaturizada y todos los personajes gordos son turbios, oscuros, fríos y bastante tristes. Esto se refleja en sus ropajes donde predominan los tonos muy oscuros de azul, verde, negro y principalmente gris, lo que sumado a la localización en la ciudad (cemento) y al invierno genera un ambiente de frialdad y tenebrosidad. Si observamos con detenimiento, al niño protagonista (futuro delgado) se le permite un poco más de color, proporcionándole algunos tonos amarillos en su pelo (es el único rubio) y a su vestimenta, que dan cierta calidez y le distinguen de la masa. Por último, entre la población (gorda) parece reinar la amargura, en tanto que ésta observa con perplejidad al niño o se burla de su sueño de volar [1]. Un niño que -cabe destacar- aparece triste en todos los momentos en los que se relaciona con la gente gorda, y contento cada vez que se aleja de ella.

Todas estas imágenes, sumadas a una melodía tierna y triste de fondo que va tomando mayor ritmo, fuerza y color a medida que el protagonista se va encaminando hacia su anhelado sueño y a la delgadez que posibilitará su cumplimiento, generan una exquisita mezcla de lucha y superación personal, un batido emocional que logra sacudirle el corazón a cualquiera (inconscientemente).

2. Insalubridad (Salud)


El gris, además de predominar en sus vestimentas y en el ambiente, también lo hace en la comida: la comida es presentada como algo asqueroso, un alimento que cualquiera en sus cabales rechazaría. ¡Pero ahí están las gordas comiéndoselo! ¡Vaya por dios! Es curioso, además, que siempre sea el mismo tipo de comida, un pastuño gris sin ninguna particularidad. Esta generalización no creo que sea baladí, sino que parece estar más bien relacionada con el concepto de que todas las personas gordas engullen comida sin más, lo que les eches en el plato, sin distinción ni variedad (excluyendo, obviamente, frutas y verduras tal como se expone en el vídeo). Otra piedra angular de la gordofobia, pues: la creencia de que toda la gente gorda come mucho, mal y vorazmente, y por eso está gorda. Esto es visible en el caso del niño también (presentado como antagonista al pueblo gordo) donde milagrosamente, después de comer unos pequeñísimos frutos rojos, baja de peso y la vida le sonríe bajo el cielo azul, en un campo verde y primaveral (un entorno supuestamente “natural”[2]) en el marco de unas imágenes totalmente cálidas que contrastan rotundamente con las anteriores.

3. Vagancia (moral)


Todos los personajes gordos de este anuncio caminan lento pero comen rápido. No obedecen el mandato social de la dinámica corporal y la mesura alimenticia. Voracidad y glotonería también perfilan el discurso gordofóbico, así como la creencia de que la persona gorda es la única responsable del peso de su cuerpo y de cambiarlo (mientras se dejan de lado otros factores que operan sobre él, como la genética, la cultura, la clase social, etc.). Yace aquí, en definitiva, una cuestión moral (con reminiscencias religiosas) que nos habla de lo correcto y lo incorrecto respecto a nuestros cuerpos, que nos invita al autocontrol y la adecuación del comportamiento. Se enuncia que el cuerpo puede (y debe) ser cambiado, siendo responsabilidad del individuo tomar la decisión y el camino correctos. Este hecho es patente en toda la historia del niño, quien por un acto de “revelación divina” (al ver el pájaro y soñar volar como él) y una “casualidad mágica” (ver al pájaro comer frutos rojos y probarlos) logra cambiar su conducta hacia otra que le lleva a adelgazar y cambiar finalmente su cuerpo. 

La distopía gorda. 

Afirma Goffman que creemos que la persona con un estigma no es totalmente humana y que construimos teóricamente toda una ideología para explicar su inferioridad (Goffman, 2006). Este anuncio da cuenta de esos intentos de seguir reforzando la inferiorización de la gente gorda, su discriminación y exclusión ya existentes.

El mensaje del mismo cuenta, como vimos hasta ahora, con los tres elementos del discurso gordofóbico (salud, moral y estética) y alimenta los estereotipos que estamos ya cansadas de desmontar y desmentir desde el activismo gordo: gordura no es igual a insalubridad, gordura no es igual a fealdad, gordura no es igual a vagancia, gordura es igual solo a gordura. Y tal como dice la activista gorda Marilyn Wann: “La única cosa que alguien puede diagnosticar con algo de certeza al mirar a una persona gorda es su propio nivel de estereotipos y prejuicios en contra de la gente gorda”. 

La distopía es un mundo en el que nadie quisiera vivir. Un mundo de gente que no sueña, un mundo de personas sumisas, autómatas, indistinguibles unas de otras. Un mundo triste. Un mundo en el que se nos impide ser. Es curioso pensar que a Orwell o a Huxley les llevó páginas y páginas crear un clima distópico en sus obras, mientras que los creadores de este anuncio publicitario lo lograron con tan sólo dos minutos y medio, buenas herramientas audiovisuales y la utilización de la gordura como representación de todo aquello que ata y encadena, que impide volar (física y mentalmente)... aquello de lo que hay que alejarse y deshacerse, para ser libre y feliz. Una meta con la que, obviamente, Edeka puede ayudarte.

Un anuncio de estas características sólo podía funcionar y hacerse viral en una sociedad profundamente gordofóbica. 

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[1] No puedo dejar de señalar en este punto lo irónico que me resulta ver a un montón de gente gorda humillando públicamente a alguien, cuando la realidad es que las que solemos ser humilladas públicamente somos nosotras.
[2] Esto no es casualidad tampoco, pues la gordura se asocia con las sociedades contemporáneas, alejada de lo supuestamente “natural” en el ser humano: la delgadez.

Referencias:
GOFFMAN Erving, Estigma. La identidad deteriorada, Buenos Aires: Amorrortu Editores, 2006.
YOUNG Iris Marion, La justicia y la política de la diferencia, Madrid: Ediciones Cátedra, 2000.
YRACHE JIMÉNEZ Luis, GÉNERO Y COMUNICACIÓN: La imagen de la mujer y el hombre en publicidad,Madrid: Fundamentos, 2007.

miércoles, 15 de febrero de 2017

COTIDIANIDADES [cuento]

Me despierto, me levanto de la cama con un ojo cerrado aún, camino torpemente hacia la cocina en busca de un café cargado, y en el salón allí está: la madrileña tomando mate. 

Me atraviesa una ternura migrante con pintitas de rabia: mi compañera de piso madrileña desayuna mate mientras yo, la uruguaya del grupo, me desperté soñando con un café. Madrequelaparió.

"¡Buenos días! Escribo sobre el cierre del Zoo de Montevideo", me dice con una sonrisa. Y mi patriotismo ya está por el suelo. Le faltaba estar escuchando a Zitarrosa o la Negra Sosa, y hubiera tenido ganado el pin de rioplatense oficial. 

Pero ese mate... ¡ay ese mate! No lo prepara a la uruguaya (ni siquiera sé si lo prepara a la argentina). Yerba pa'dentro, agua y chau. Al principio me ponía hasta nerviosa, porque las gentes de Uruguay somos muy estrictas con la preparación del mate (rozando el fanatismo religioso materil) y si algo se sale de nuestro modus operandi nos tiembla un ojo (¡no pongas la yerba así! ¡es mucha yerba! ¡esa agua está muy caliente para mojarlo! ¡no toques la bombilla!). Pero, he de reconocerlo: ¡a la madrileña le queda rico su mate caótico! 

Resulta que cada persona tiene su manera de preparar el mate y con el tiempo es identificable su sabor. Aunque dos personas usen la misma yerba, el mismo mate, la misma bombilla, cada quien tiene su marca, su sabor propio. Y la madrileña tiene el suyo, aunque -la verdad- le dura poco. Y es que cada dos por tres se le lava, y al pasarme el mate me avisa: "está aguado". "Está aguado" me dice, sin saber la risa que me provoca pensar en un mate no-aguado, ¡si el mate es agua nomás! ¿Un mate no-aguado sería yerba seca a secas? No se tomaría, se fumaría, y fijo que sería asqueroso. Pero nada, volviendo a lo importante: que aún no se aprende algunos conceptos básicos de la jerga matera. Por ejemplo ese, "mate lavado": mate que ya no sabe a nada. 

Total, que es tan buena compañera de mateada que, aunque ella tome esa sopa (otra manera de decir "mate lavado"), vuelve a prepararlo de nuevo, a sabiendas de que a mí me gusta el mate fuerte y recién hecho. Se toma el primero porque "El primero se lo toma quien sirve ¿no? Es cortesía" y esto sí que lo aprendió rapidísimo. 

Me olvido del café y tomamos mate amargo con su minitermo de medio litro (¡exasperante para cualquier yorugua!), que nos da pa 4 o 5 mates nomás, bueno, no ¡no seamos exageradas! 7 u 8 quizás... y yo pienso "Dios mío, ¿cuándo vamos a tener un termo decente en esta casa?" Prepara sus cosas, me deja el mate y se va a estudiar. Está obsesionada con la interseccionalidad. Tanto, que la lleva puesta.

Yo pongo a calentar más agua, que con ese minitermo no hay mate que dure una mañana, ni corazón que lo resista.